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Llegar de volada a la alambrada una mañana de verano o una noche de invierno, luego de un largo viaje desde cualquier parte de México al son de un corrido, despertando de inmediato la codicia de un “pollero”, un judicial o un agente de Migración. Esto es iniciarse ineludiblemente en un vaivén fronterizo cuyo objetivo es atravesar el reino de la aridez, las lagartijas y los coyotes flacos.
La ciudad-mito, la ciudad-desprestigio, la ciudad-experimento, Tijuana apresada en un llano, rodeada de colinas, mesetas y cerros, ofrece un paisaje agreste. Los signos visibles del spanglish yonke, yarda, one way, licour beauty, furniture y todo el mosaico de anuncios comerciales y propaganda política pretenden inundar el panorama visual de los viajeros.
“Hey güey, ¿quieres pasar al otro lado?”, pregunta el traficante de ilegales en las narices del uniformado que se pasea por la central Camionera. Son dueños del terreno en la sala de segunda, allí, donde frente a la oficina de Migración operan impunemente. No faltan los “llaneros solitarios” (los que corren a la aventura por su cuenta y riesgo) o los que buscan un hoyo en la alambrada, allí en plena avenida Internacional, a unos cuantos metros de la garita, y cruzan con un valor mexicano, hoy globalizado, que finalmente es calcinado por ese “sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir” (*).
Pero no todos tienen esa visión algo sórdida. Está el tipo caifán. El que cae bien, el que cae fine.“Me cai fáin ese bato (me cae bien ese tipo)”. Es el lenguaje de una subcultura que pretende la comunicación categórica.
Es el dialecto urbano usado por Roberto Bolaño en sus Detectives salvajes y por Rodrigo Fresán en Mantra, sobre todo cuando habla de morirse como clavar el pico, chupar faros, doblar el petate, irse al otro barrio, pelar gallo o quedarse tieso.
Es el dialecto urbano usado por Roberto Bolaño en sus Detectives salvajes y por Rodrigo Fresán en Mantra, sobre todo cuando habla de morirse como clavar el pico, chupar faros, doblar el petate, irse al otro barrio, pelar gallo o quedarse tieso.
La frontera –dijo alguna vez Graham Greene– significa algo más que la aduana, el funcionario que solicita el pasaporte y un hombre con fusil. Allá todo será diferente; la vida no volverá nunca a ser la misma.
Los que llegamos vía aérea al aeropuerto Abelardo L. Rodríguez, previa escala en el D.F., sin necesidad de encomendarnos a la virgencita de Guadalupe, lo hacemos con los sentidos alborotados, fascinados por el encanto y la belleza de México, por una poderosa atracción cultural y por un sentimiento extraño, vertiginoso, casi indescifrable, difícil, muy difícil de explicar.
(*) Macedonio Alcalá, “Dios nunca muere” (vals).
Los que llegamos vía aérea al aeropuerto Abelardo L. Rodríguez, previa escala en el D.F., sin necesidad de encomendarnos a la virgencita de Guadalupe, lo hacemos con los sentidos alborotados, fascinados por el encanto y la belleza de México, por una poderosa atracción cultural y por un sentimiento extraño, vertiginoso, casi indescifrable, difícil, muy difícil de explicar.
(*) Macedonio Alcalá, “Dios nunca muere” (vals).
Lima, 17 de Octubre de 2005
Revista Identidades del Diario El Peruano
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