martes, 8 de enero de 2008

Saber que se puede


Don Francisco Herrera tiene el futuro en sus manos. Su empresa de bordados está a punto de extender su negocio hacia Europa. Su increíble historia, tejida por sueños de superación, también es multicolor, como las polleras de Sonia Morales.

Por Roberto Ramírez A.
(*)

Cuando me fui de Paramonga tenía como quince años. ¿Conoce Paramonga?. Queda en el norte chico, pasando Supe y Barranca. Quería salir, caminar un poco y con mi lápiz en el bolsillo entrar a Bellas Artes.

Al llegar a Lima me dijeron que debía tener secundaria completa para ingresar allí. Yo sólo tenía primaria incompleta. Entonces no me quedó otra. Lustré zapatos, también fui mozo. En esa época, recuerdo, salió el diario Ojo, yo lo vendía en una esquina del puente Balta, también la revista Caretas. Salían bien, pero no era lo mío.

Así que una vez caminando por la avenida Italia encontré una casa en donde hacían bordados, allí había un señor que estaba dibujando. Me acerqué. ¿Alguna cosita?, me preguntó. Yo le puedo ayudar, le dije. Lo noté desconfiado. Se fue para adentro, no sé para qué. Aproveché, cogí un papel, y rapidito hice un dibujo de mi imaginación. Cuando regresó, vio el dibujo y le gustó. ¿De dónde eres?, me dijo. Luego me preguntó si conocía al “Gorrión andino”, un cantante muy popular en aquellos tiempos. Claro, le respondí, es mi vecino.

Me invitó a almorzar, le enseñé mis trabajos y me preguntó si podía dibujar y bordar en su taller. Sí pude y me quedé ocho años.

¿Que por qué me fui de allí? Ah, porque un día la hermana del dueño nos dijo que ya no nos iban a dar almuerzo. Trabajábamos catorce horas. Les dije que sin almuerzo sólo trabajaría mis ocho horas. Fui al Ministerio y me quejé. Después, me quedé otra vez en la calle.

Espéreme un cinquito, tengo una llamada en mi celular.

Tentar al futuro

Francisco Herrera Reyes tiene 55 años y sabe que su futuro pende de un hilo. Contigua a la metáfora, el porvenir también está a la mano. Exactamente, en sus manos y en las de las veintiséis personas que trabajan con él y con las cuales tiene que hilar muy fino.

Desde su taller ya no se oye el insoportable bullicio de la escandalosa avenida Zarumilla, en San Martín de Porres; solamente la voz de Anita Santivañez, la reina de las reinas, según indica un colorido afiche, suena melódica y potente en el parlante de una pequeña radio marca Sanyo.

El sonido edulcorado del arpa parece marcar el ritmo binario, sincopado, con el que las lentejuelas, las piedras de colores, las agujas y los hilos de alambre, dorados como el Sol o como el pelo del choclo, se unen con las telas raso, desplegadas sobre largas mesas de trabajo.

Herrera no se adorna como sus prendas, habla con sencillez, pregunta dónde se imprimirán sus palabras y nos cuenta, mientras su inseparable lápiz traza imperceptibles trazos encima de la mesa, que el fin de su empresa es resaltar la imagen de los artistas, cada vez más mediáticos e independientes, con novedosos diseños y vestimentas de gran calidad.

Entre su fiel clientela está la internacional Sonia Morales, Yolanda Rojas, la Angie Cepeda del folclor, Yalú Morales, la hija del Huascarán, Julia Tarazona y los soñadores del amor, Anita Santivañez, la reina de las reinas, así como Candelaria Cabana, más conocida como Naranjita de Sucre, la revelación del momento.

Don Pancho, como lo llaman sus amigos, también vistió a la diosa del amor, Dina Páucar, a la princesa del folclor peruano, Alicia Delgado y a muchas otras intérpretes de altura que los fines de semana suelen propiciar, en medio de danzas circulares, un desborde popular en el Huaralino, en el Gran Complejo de Los Olivos, en la Playa Central de Vitarte o en cualquier telúrico local que pueda recibir a tantas almas sedientas de redención pentafónica. Todas estas divas del folclor están satisfechas con sus policromáticos vestuarios que bordean los dos mil soles. Hasta la fecha nadie se ha sentido inconforme, o sea, nunca han zapateado, al menos, no por ello.

Las banderas, estandartes y gallardetes le son pedidos por las municipalidades, universidades, embajadas y ministerios de este emblemático país.

Su historia se va hilvanando a través de anécdotas y remembranzas emergentes que lo llevan a dibujar una sonrisa en la redondez de su semblante. Los recuerdos de su propia migración son el hilo conductor de su emocionante relato.

Cuenta que su empresa “El Arte Dorado” participa de los cambios en el comercio nacional e internacional, y que ya tiene su página en Internet (http://www.artedorado.com.pe/) y que pronto pondrá una boutique vernacular, porque en este negocio, como en cualquier otro, hay que evolucionar, adaptarse al crecimiento propio de un mercado globalizado y apostar, como José María Arguedas, por una reivindicación de lo andino donde la tradición deba aliarse con la modernidad.

El año pasado Herrera envió un manto religioso a un compatriota residente en España y ese trabajo, como la papa en el exterior, fue muy apreciado, incluso por el cónsul peruano en dicho país, que lo invitó a participar en la Feria de Barcelona a realizarse en noviembre de 2008.

Señala que en Europa hay empresas parecidas, pero que no hay acabados como los suyos y afirma, en términos futbolísticos, que su trabajo en España, será un éxito.

Sigue hablando orgulloso de su empresa, de su esposa, de sus cuatro hijos y de sus posibilidades en el viejo continente, y se le infla el león color esperanza, similar a un bordado en tinta china, que tiene permanente en el pecho y se percibe por su camisa semiabierta. Dice que es su signo zodiacal.

Pero es el arte a flor de piel que le dibujaron hace tiempo en esta Lima fosforescente, en este universo cierto para todos y distinto para cada uno, con un par de agujas esterilizadas.

Retomando el hilo

Disculpe la interrupción.¿En qué estábamos?. Ah sí, estaba sin empleo. Pero conocía a Julia Campoblanco y a Rosita Salas, la Alondra peruana, a las que les hacía trabajos. Pepe Torres me dijo una vez que no me preocupara porque yo tenía el arte en las manos.

Aún así no había hecho plata. No tenía capital.¿Qué hice?. Me fui al Parque Kennedy en Miraflores y empecé a vender los cuadros con motivos pre incas que había pintado en un triplay de 25 x 35. Los otros vendían sus cuadros en lienzos inmensos. Pero los turistas preferían los míos porque los podían llevar fácilmente en sus mochilas y eran más baratos. Ese fue el secreto. Se vendió bastante, no se imagina. Cuadro que llevaba, cuadro que vendía.

Hice un dinero y me vine para aquí. En los inicios de los ochenta nadie daba un centavo por Zarumilla porque estaba al lado del río. Ahora mire, esta cuadra está llenecita de tiendas de bordados.

Llamé a mis compañeros, porque la amistad también es clave y nos pusimos a trabajar fuerte. Me compré otro local y un taller. Yo les decía a mis amigos, cuádrense también por aquí. Después, todo el mundo puso su tienda y ahora, para todos hay.

Actualmente trabajo con varios artistas, incluso hago mini polleras. Esto es un boom. Sonia Morales por ejemplo, viaja a provincia por doce mil soles más o menos, y allí aprovecha y hace más presentaciones. Saque su cuenta con cuánto regresa. Aunque hoy el éxito musical parece medirse no por discos, sino por entradas y cervezas vendidas.

Ahora me interesa España. A un devoto de la Virgen de la Puerta de Otuzco, le hice un manto precioso, él le enseñó al cónsul y éste me dijo, usted tiene que estar aquí en el 2008.

Será nuestra carta de presentación. Ya mandé a mi hija a Europa a ver el mercado. He visto por Internet más de veinte empresas de bordados, pero, la verdad, no tienen los acabados que aquí tenemos. Nuestro trabajo allá, va a ser un gol. Definitivamente.

¿Dónde dice que va a salir la entrevista?





Lima, lunes 07 de enero de 2008
Diario El Peruano, Revista Variedades

(*) rramírez.roberto@gmail.com

jueves, 3 de enero de 2008

El pensador




De pronto, ya no pudo caminar. Apenas había acabado el primer año de secundaria, cuando la enfermedad apareció. Un padecimiento denominado osteomielitis lo obligó a dejar el colegio y a estudiar en su casa. Su mal duró seis interminables años. Vivía casi inmóvil en su morada de Barranco y a veces se desplazaba con suma lentitud en su silla de ruedas.

Fue entonces que Gustavo Gutiérrez empezó a leer sin parar. No dejó que su mal lo desanimara. Sin embargo, sus horas de reflexión giraban de manera irremediable en el significado del sufrimiento. Un sufrimiento que estuvo compensado por el apoyo familiar y amical. Una amistad entrañable como la de Juan Gonzalo Rose, su compañero en el colegio nacional José María Eguren, convertido después en poeta. Un poeta solitario, escéptico, ateo, marginal, que años más tarde se haría comunista.

Gustavo Gutiérrez es un sacerdote simple y sereno. Es un maestro errante, autor de numerosos libros. Su obra más conocida es La teología de la liberación, cuyos fundamentos son motores de acción de muchísimos religiosos en América Latina.

Tras publicar este libro, en 1971, lo llamaron al orden y algunos le acusaron de marxista. Gutiérrez nunca pensó que el comunismo podía ser una solución para lograr un mundo con menos desigualdad y pobreza, pero tampoco estaba de acuerdo con una sociedad injusta.

Para él, Marx, aquel judío prusiano convertido en gentleman inglés de clase media, aquel abnegado padre de familia que dejó embarazada a su criada, aquel hijo pródigo al que su madre le dijo: “habría preferido que hubieras reunido un capital, en lugar de escribir sobre él”, nunca fue enemigo de Dios porque sencillamente Él no es enemigo de nadie.

El año pasado, el padre Gutiérrez ganó el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades por su preocupación por los sectores más desfavorecidos. El monto de éste – 29 mil 107 dólares – lo donó a la Unión de Egresadas Dominicanas Mercedarias, para la construcción y remodelación de distintas obras de dicha institución que se dedica a trabajar por la dignificación y promoción de la mujer ayacuchana.

Él sólo busca hablar, con una voz algo moderada por el paso del tiempo, del escándalo de la pobreza: “Cuantas veces se ha arraigado, en algunos sectores populares, que la pobreza es algo así como un hecho natural, casi una fatalidad. Un destino y no, como lo que es, en verdad, una condición creada por manos humanas y, por tanto, susceptible de ser cambiada.”

Sin embargo, las opciones que esta teología propugna han encontrado hostilidad en ciertos sectores políticos y militares de América Latina. Fue el caso del asesinato del monseñor Arnulfo Romero, un religioso salvadoreño que pidió al gobierno de su país que cesara lo que él denominaba “represión contra el campesinado”.

“... Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado...”, repetía Romero. Un domingo de palmas, en marzo de 1980, monseñor Romero pronunció una homilía de fuego: había hecho un llamado a los soldados a rehusarse a obedecer una orden que les impusiera asesinar a sus hermanos campesinos. Al día siguiente, a las 18.30 horas, caía asesinado por un francotirador. Se trató de un solo disparo. Directo al corazón.

Cuando Gustavo Gutiérrez cumplió 18 años, fue intervenido quirúrgicamente y pudo andar. Desde entonces no ha parado de trajinar por el camino de la justicia. Ingresó a la difícil Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1947. En 1948 y 1949 estudió letras en la Universidad Católica. Cursó filosofía en la Universidad de Lovaina (Bélgica), entre 1951 y 1955.

En esa misma casa de estudios siguió psicología. Entre 1955 y 1959 se trasladó a Lyon (Francia), para estudiar y doctorarse en teología. Sin descansar, marchó a Roma, a la Universidad Gregoriana. Y así siguió haciendo, imparable, lo que no pudo llevar a cabo durante seis años: caminar. Y es precisamente en ese camino de la vida que logró, con mucha paciencia, que su entrañable amigo Juan Gonzalo Rose –su compañero de colegio; el poeta solitario, escéptico ateo y marginal – volviera a acercarse milagrosamente, al cristianismo.





Lima, 30 de diciembre de 2004
Diario El Peruano, Suplemento Los Número Uno